LA FIGURA DE SANT BERNAT DE CLARAVALL
Nacido en 1091. Ingresado en la Orden del Císter a los veintidós años de edad. Fallecido a los sesenta y tres, tras cuarenta de vida religiosa y treinta y ocho de abadiato. Los numerosos milagros obrados por Dios en torno de su sepulcro motivaron la canonización, veinte años después. — Fiesta: 20 de agosto. Misa propia.
Cada época y cada necesidad tienen su santo. Dios vela por la Iglesia y muchas veces la ha protegido enviando varones justos, llenos de su santo amor, capaces con su actividad personal de obrar las empresas más temerarias y conseguir los efectos menos esperados.
En este plan providencial hay que situar la figura sorprendente de Bernardo de Fontaines, el tercero de los siete hijos de Tescelín y Aleta, señores del castillo de Fontaines.
Dijon, capital de la feraz y dulce tierra de la Borgoña, es su país natal, y el castillo paterno su cuna y el lugar donde aprenderá a luchar por la causa del bien.
En el seno de una de las familias más religiosas de su tiempo Bernardo empezó a conocer a Jesús y a la que más tarde será el objeto de sus escritos mejores y más inspirados, la Virgen María.
De porte al mismo tiempo señorial y sencillo, en su juventud presentaba una estatura esbelta y varonil, rostro perfilado y ojos azules. Todo su ser le empujaba a conseguir triunfos fáciles en el mundo; pero Dios le tenía destinado para cosas mejores.
Habiendo aprendido de su piadosa madre el cultivo de la virtud, nunca se dejó salpicar por el pecado, e incluso para vencer la tentación que empezaba a señorear en su cuerpo, llegó un día a echarse a un estanque helado. Este mismo afán de perfección le llevó al acto más decisivo de su vida: abandonar el mundo con todos sus encantos, delicias, promesas y posibilidades de éxito, e ingresar en el monasterio de Citeaux.
En esta decisión trascendental, aparece ya una de las características de su espíritu y vocación: la orientación social y apostólica de todos sus actos.
Decide hacerse monje, pero no lo hará solo; con él irán otros treinta compañeros, entre ellos algunos hermanos y parientes.
Dos años después —tenía Bernardo sólo veinticinco—, se encarga ya de fundar un monasterio del que ha sido nombrado abad, y aparece en escena uno de los cenobios más gloriosos de la Europa del medievo: Claraval.
Claraval es el cenáculo donde Bernardo forja su santidad. Entre la oración, la penitencia que ha de comprometer pronto su salud, y la lectura de los libros sagrados, consume el poco tiempo que le deja libre su cargo abacial. Cuida de todos, es el buen padre que San Benito deseaba para sus monjes y ve cómo rápidamente su comunidad crece.
Atraídos por la fama de su santidad, acuden a él las personalidades de su tiempo, y pronto la reforma cisterciense que hasta su llegada a Citeaux parecía condenada a perecer, llega a tener trescientos monasterios extendidos por los lugares más diferentes de Europa.
Los reyes y los nobles protegen la naciente Orden, y los Papas y obispos le conceden grandes privilegios, deseosos de que en toda Europa renazca el genuino espíritu cristiano.
Pero, en el plan divino, Bernardo no ha de ser sólo un buen abad, un santo abad que cuide a sus monjes como hijos y que administre con justicia el monasterio y conduzca sus moradores a la perfección cristiana; Bernardo debe convertirse en el apóstol de Europa, el árbitro de la Cristiandad.
Estamos en la primera mitad del siglo XII, siglo atormentado por las herejías y los cismas. Los doctores y altas autoridades de la Iglesia se hallan divididos por razones e intereses demasiado humanos, y Bernardo, el humilde monje, ya de precaria salud, que sólo desea la paz del claustro para poseer más y más a Dios, tendrá que intervenir para restablecer el orden. Dirime la disputa entre su Orden y los Cluniacenses, usando al mismo tiempo la máxima energía y la más profunda humildad; asiste al Concilio de Troyes para organizar la Orden de los Templarios y dictar su regla; interviene en el cisma levantado por Anacleto II contra Inocencio II, logrando con una actividad rápida y eficaz que todos los reyes y príncipes europeos reconozcan a este último como Papa legítimo y que el antipapa llegue a humillarse postrándose a los pies del verdadero sucesor de Pedro.
Más tarde llegará incluso a intervenir en la política pontificia, aconsejando a Honorio II y a su discípulo cisterciense Eugenio III.
Donde mejor aparece su clarividencia, energía y entrega para la causa de la verdad, es en la condenación de los errores de Abelardo, Arnal de Brescia y Gilberto de la Porrée. Extracta sus ideas y consigue que la competente autoridad eclesiástica las condene para prevenir su difusión; pero no se deja cegar por el triunfo, y, llevado por la caridad, no abandona a los herejes, sino que intenta que vuelvan a la verdadera fe de Cristo.
En estas largas discusiones, su dialéctica, capaz de deshacer el error más solapado y al enemigo más tenaz, se hizo patente. Enfermo ya y desgastado por las duras penitencias y difíciles empresas apostólicas, fiel a la invitación de Eugenio III, se dedica a predicar la segunda cruzada que ha de liberar los Santos Lugares.
En Vezelay —era el año 1146—, convence a los reyes de Francia y a un gran número de caballeros. Después recorre gran parte de Francia y Alemania, consiguiendo reunir un gran ejército de cruzados de todas las naciones europeas.
Desengañado por el escaso fruto obtenido por la cruzada, debido en gran parte a las múltiples intrigas de los mismos príncipes cristianos, decide finalmente volver al retiro de Claraval, al claustro donde se ha formado para la lucha y donde ha de rendir cuenta de sus actos a Dios, en la primavera del año 1153.
Pero no fue en todas estas proezas donde Bernardo se santificó, sino en la continua lucha que sostuvo toda su vida para ser dueño de sí mismo. Era de carácter enérgico, exigente y exaltado, y se convirtió en el hombre más dulce, más comprensivo, el que ha sabido destilar más miel en sus escritos, el único que ha merecido el título de «Doctor Melifluo».
Bernardo de Fontaines nos ha dejado muchos libros y sermones. Entre ellos sobresalen los que comentan el «Cantar de los Cantares», admirables por la altura de su mística. Cuando habla de Jesús y de su Madre Santísima, escribe lo mejor que se conoce en la literatura cristiana. Por todo ello también ha recibido el título de «último de los Padres de la Iglesia».